
Un día parecido a éste, en la playa, vimos mantarrayas. Aves de agua o pájaros de abismo surcando la espuma a la orilla del mar. La reacción común es dilatarse las pupilas y tensarse los músculos del cuerpo, ritmo cardíaco acelerado. Después, en esa segunda elección dada por el afiche deslavado del instinto (somos de la costumbre y no del grito felino), no se me ocurre una razón para temerles. Yo y ellas tenemos ya una relación de años, arrastro los pies en la arena, las cuido de mis distracciones. Y se acercan cada vez más abriendo sus bocas elípticas en el más extraño de los saludos matinales. Bailan, surcan, se hacen los ángeles y luego vuelven a ser mantas frías. No puedo evitar el trémulo y el gesto enrarecido cuando me tocan las piernas con sus alas viscosas. Trato, con todo mi ser, de no enterarlas de mi opinión sobre su piel. Su intención ha de ser noble, el contacto entre cualquiera de nosotros es la tonalidad en la que vibra el mundo. Buscamos entidades físicas el roce o la mirada. Sus ojos son pequeños. En esa mínima expresión veo una gracia difícil de olvidar. Quien tiene el brillo vivo (o el duende o un no sé qué que queda balbuciendo) atrapa en otro sentido al de la red tan burda de polímero.
Yo en mi vuelo con ellas y las personas llegando poco a poco más. Noto un miedo heredado en los ojos de los niños en sus trajecitos de neopreno. Papá, son mantarrayas. Y otra vez, para mi elocuente misántropo (terapeado mas no ausente), el papá sugiere piedras que las corran de la playa. Los niños se animan con su nueva tarea y yo absorto en el show de otro zoológico intrigante. Para nuestra suerte, su potencial de disparo es infantil y los papás no participan. Se resignan, como pensando algo absurdo. Qué lástima que las mantarrayas invadan nuestra playa. Ajá. Podrían estar cada una en casa de coral, en el fondo, invisibles como el resto de la vida marina, vista solo a nuestro antojo. Cuál culpa esencial alimenta el terror a estas criaturas. Cómo tener una diálogo sin pena cuando la educación de la vida marina es gastronómica.
Tal vez, en el fondo, sentimos una deuda con el mar y nuestro callado instinto dicta, si lo matas te odia. Está esperando una ocasión para cobrarse la masacre. Y sin embargo el mar no es el planeta de los simios, y no obstante las mantas se acercan y bailan. Aun cuando a lo lejos, dos personas y su creatividad de ingenieros de la caza, traen un cuchillo amarrado a una vara con no sé qué intención pero de matar seguro. Ella, una muchacha de mi lado del mundo, los ahuyenta. Qué les pasa, reclama, están en peligro de extinción, para qué esta violencia. Ni wikipedia ni google entero tienen argumentos a favor, la especie de mis compañeras ha de ser común, se cuentan por miles, supongo. Pero quién escucha el frágil argumento de la paz.
Ni siquiera es una causa, a mí me duele, a otros no. Hay que inventar ecología, veganismo, conservación de las especies. Hay que inventar algo, lo que sea, para hablar en vocablos de espectacular o pasarela. Hace falta poner de moda la empatía. No hay suficientes anuncios de la tierra, de la consciencia colectiva, del lenguaje común hablado por la vida. Algunos traducimos gritos en silencio. Interpretamos lamentos sin fonología. Explicamos la semántica de la libertad. En un esfuerzo por rasgar la red de protección del soliloquio, ahorcamos en latín a status quo.
Yo en mi vuelo con ellas y las personas llegando poco a poco más. Noto un miedo heredado en los ojos de los niños en sus trajecitos de neopreno. Papá, son mantarrayas. Y otra vez, para mi elocuente misántropo (terapeado mas no ausente), el papá sugiere piedras que las corran de la playa. Los niños se animan con su nueva tarea y yo absorto en el show de otro zoológico intrigante. Para nuestra suerte, su potencial de disparo es infantil y los papás no participan. Se resignan, como pensando algo absurdo. Qué lástima que las mantarrayas invadan nuestra playa. Ajá. Podrían estar cada una en casa de coral, en el fondo, invisibles como el resto de la vida marina, vista solo a nuestro antojo. Cuál culpa esencial alimenta el terror a estas criaturas. Cómo tener una diálogo sin pena cuando la educación de la vida marina es gastronómica.
Tal vez, en el fondo, sentimos una deuda con el mar y nuestro callado instinto dicta, si lo matas te odia. Está esperando una ocasión para cobrarse la masacre. Y sin embargo el mar no es el planeta de los simios, y no obstante las mantas se acercan y bailan. Aun cuando a lo lejos, dos personas y su creatividad de ingenieros de la caza, traen un cuchillo amarrado a una vara con no sé qué intención pero de matar seguro. Ella, una muchacha de mi lado del mundo, los ahuyenta. Qué les pasa, reclama, están en peligro de extinción, para qué esta violencia. Ni wikipedia ni google entero tienen argumentos a favor, la especie de mis compañeras ha de ser común, se cuentan por miles, supongo. Pero quién escucha el frágil argumento de la paz.
Ni siquiera es una causa, a mí me duele, a otros no. Hay que inventar ecología, veganismo, conservación de las especies. Hay que inventar algo, lo que sea, para hablar en vocablos de espectacular o pasarela. Hace falta poner de moda la empatía. No hay suficientes anuncios de la tierra, de la consciencia colectiva, del lenguaje común hablado por la vida. Algunos traducimos gritos en silencio. Interpretamos lamentos sin fonología. Explicamos la semántica de la libertad. En un esfuerzo por rasgar la red de protección del soliloquio, ahorcamos en latín a status quo.