
“It's a private emotion that fills you tonight
And a silence falls between us as the shadows steal the light
And wherever you may find it wherever it may lead
Let your private emotion come to me“
(The Hooters, 1993)
A finales de los años noventa, escuchaba esta canción en la voz de Ricky Martin y Meja, cantante sueca que hacía los coros. Como todo en la vida, la resonancia invisible es parte de un plan, nos acercamos a aquello que nos acerca a nosotros, retornamos al camino que nos lleva de regreso a nuestro origen. Años después, ahora, me doy cuenta de que ninguna emoción es privada.
Somos, como decía Octavio Paz, los otros que no son si no existimos, los otros que nos dan plena existencia. En el cine, por ejemplo, algunos están conmovidos por la escena más sutil a favor de la conservación de las especies, de la fraternidad, de las heridas que deja la discriminación, mientras otros ríen por el chiste que son las moralejas muchos años después de la muerte de Esopo. Antes esto me parecía de lo más vano, increpaba mentalmente la falta de sensibilidad, la barbarie emocional. En una pasiva violencia, como Sheldon tratando de hacer explotar la cabeza de Leonard, miraba a los cínicos con desprecio aristocrático.
No es que crea hoy que toda expresión emocional es o debería ser del dominio público. El secreto romántico, murmurar frases de saliva en el oído de una o uno, sigue siendo como dice García Lorca, la nota negra que despierta al duende. Sin embargo, la no privacidad de la emoción está en todos los colores, en la diversidad de reflejos que la luz del sol estalla en la copa de los árboles. Para mí es un delirio, para ti es un orgasmo, a unos roba el aliento a otros mata el ánimo. El atardecer puede fungir como capa dorada para otro complaciente sueño de los justos o como lápida cobriza en la persecución de la eficiencia empresarial. Unos contemplan, otros lamentan pero, cuando este mira a aquel ¿por qué hay conflicto? Nace la envidia indistinta como un elemental trago de fuego. Sentir es sentir, nada más, yo lloro porque soy yo y no soy tú que ríe, y sin embargo mi llanto y tu risa son tan fundamentales para este baile de luces que no podemos faltar a la cita de cumplir con nuestro propio desahogo.
“To feel is to heal”, dicen en las páginas de terapias del pasado en internet. Así que la emoción privada es precisamente eso, emoción encadenada. Privada de su cauce intravenoso en este cuerpo lleno de otros que soy yo. Si lo siento yo, lo sentimos todos, y todo lo que somos es justo lo que somos. No puede caber menos en nuestras expresiones, en nuestras conecciones, en las miradas cruzadas que determinan solas en una encrucijada si se quedan o se van. No hay espacio donde el presente sea algo menos que nosotros, sintiéndonos algún rayo de luz, el de las hojas que no caen, el de la tierra seca, el del agua divina o el de tu espalda llena de lunares.
Pero, debería estar feliz, sentir distinto o no sentir. Debería sentir lo mismo u otra cosa, debería estar igual o de otra forma. ¿Y si todos camináramos en la misma dirección? ¿y si toda la sangre decidiera un día alimentar sólo al cerebro? ¿y si toda la luz iluminara un mismo punto? El verbo ser es el peor maquillaje que produjo el siglo XX. Qué difícil es para nosotros realizar la más simple de todas las acciones sin tratar de disfrazarla.
Soy yo el que estoy aquí, así, completamente.
And a silence falls between us as the shadows steal the light
And wherever you may find it wherever it may lead
Let your private emotion come to me“
(The Hooters, 1993)
A finales de los años noventa, escuchaba esta canción en la voz de Ricky Martin y Meja, cantante sueca que hacía los coros. Como todo en la vida, la resonancia invisible es parte de un plan, nos acercamos a aquello que nos acerca a nosotros, retornamos al camino que nos lleva de regreso a nuestro origen. Años después, ahora, me doy cuenta de que ninguna emoción es privada.
Somos, como decía Octavio Paz, los otros que no son si no existimos, los otros que nos dan plena existencia. En el cine, por ejemplo, algunos están conmovidos por la escena más sutil a favor de la conservación de las especies, de la fraternidad, de las heridas que deja la discriminación, mientras otros ríen por el chiste que son las moralejas muchos años después de la muerte de Esopo. Antes esto me parecía de lo más vano, increpaba mentalmente la falta de sensibilidad, la barbarie emocional. En una pasiva violencia, como Sheldon tratando de hacer explotar la cabeza de Leonard, miraba a los cínicos con desprecio aristocrático.
No es que crea hoy que toda expresión emocional es o debería ser del dominio público. El secreto romántico, murmurar frases de saliva en el oído de una o uno, sigue siendo como dice García Lorca, la nota negra que despierta al duende. Sin embargo, la no privacidad de la emoción está en todos los colores, en la diversidad de reflejos que la luz del sol estalla en la copa de los árboles. Para mí es un delirio, para ti es un orgasmo, a unos roba el aliento a otros mata el ánimo. El atardecer puede fungir como capa dorada para otro complaciente sueño de los justos o como lápida cobriza en la persecución de la eficiencia empresarial. Unos contemplan, otros lamentan pero, cuando este mira a aquel ¿por qué hay conflicto? Nace la envidia indistinta como un elemental trago de fuego. Sentir es sentir, nada más, yo lloro porque soy yo y no soy tú que ríe, y sin embargo mi llanto y tu risa son tan fundamentales para este baile de luces que no podemos faltar a la cita de cumplir con nuestro propio desahogo.
“To feel is to heal”, dicen en las páginas de terapias del pasado en internet. Así que la emoción privada es precisamente eso, emoción encadenada. Privada de su cauce intravenoso en este cuerpo lleno de otros que soy yo. Si lo siento yo, lo sentimos todos, y todo lo que somos es justo lo que somos. No puede caber menos en nuestras expresiones, en nuestras conecciones, en las miradas cruzadas que determinan solas en una encrucijada si se quedan o se van. No hay espacio donde el presente sea algo menos que nosotros, sintiéndonos algún rayo de luz, el de las hojas que no caen, el de la tierra seca, el del agua divina o el de tu espalda llena de lunares.
Pero, debería estar feliz, sentir distinto o no sentir. Debería sentir lo mismo u otra cosa, debería estar igual o de otra forma. ¿Y si todos camináramos en la misma dirección? ¿y si toda la sangre decidiera un día alimentar sólo al cerebro? ¿y si toda la luz iluminara un mismo punto? El verbo ser es el peor maquillaje que produjo el siglo XX. Qué difícil es para nosotros realizar la más simple de todas las acciones sin tratar de disfrazarla.
Soy yo el que estoy aquí, así, completamente.