
“Ninguno de los copos de nieve en la avalancha
se siente responsable…”
--Stanislaw Jerzy Lec
Inspirado, o mejor dicho, montado sobre el artículo de Rabih Alameddine en The New Yorker, la excelente revista del New York Times, aprovecho para hilar las ideas revoloteantes de estos días. Estoy de acuerdo con él. Todos los discursos surgidos desde la crítica que no se ve a sí misma hacen el ruido del tic-tac de una lógica rota o un vehículo en rápida fuga de la realidad jodida que arrastra el escape y saca chispas contra el pavimento gris. Palabras más palabras menos, está en el espíritu de nuestra mirada juiciosa la frase “somos mejores que esto”, somos mejores que los hechos, esto nos sucede de manos de ladrones demagogos, de estereotipos violentos, de líneas divisorias.
Igual que Rabih, inmigrante de Líbano, refugiado de la guerra civil y activista, creo en el urgente llamado a tomar responsabilidad de nuestros actos. Basta revisar la historia reciente de Estados Unidos para darse cuenta, dice, que Trump y su gabinete extremista no son aberraciones, sino productos regulares de la canasta básica de aquel país. Basta revisar la dinámica de nuestras interacciones, el contenido de nuestros discursos, el fiel de nuestra balanza, la brújula guía de cada intención expresada, para reconocer que no, no somos mejores que la discriminación, que el abuso de poder, las mentiras, la corrupción, la violencia y la terrible confianza. Estamos heridos y, como reza el viejo adagio, las personas lastimadas, lastiman (hurt people, hurt).
El llamado a darnos cuenta, copo a copo, el papel jugado en la avalancha, es el necesario despertar. No somos mejores que esto, somos esto. Tenemos lo dado, vivimos lo sembrado. La calidad de cada uno de nosotros es idéntica a nuestras acciones, a nuestras palabras, no existe el idealismo hueco del potencial perdido “México es un gran país en manos de corruptos”, “los mexicanos somos buenos, pero nos tienen oprimidos”, “él es cariñoso, pero no lo sabe expresar”, “me ama, pero no tiene madurez emocional”, “cuando se acabe el estrés, te voy a compensar”, “me importas, pero estoy muy ocupado”, “eres lo mejor de mi vida, pero yo estoy primero” ¿Qué droga en la forma de lo cotidiano nos permite vivir en un sistema de creencias tan contradictorio, tan sin sentido, tan sin consciencia?
Tenemos los que somos. No tenemos que ser así. El primer paso es un crítico salto a la gruta donde Narciso contempla su rostro, alias el siglo XXI. En algunos textos budistas se dice que hay tres venenos: la ira, la ignorancia y la codicia. Lo que esos venenos matan es la posibilidad de caminar todos juntos, en diversidad y empatía, en infinitas distinciones y una profunda comunión. Traducidos a las acciones cotidianas, tenemos tres formas de reproducir violencia, discriminación, resentimiento (el mismo demonio de nuestras heridas y el miedo a ser heridos). Podemos rechazar con ira, agredimos cuando algo es diferente o demasiado familiar. Podemos ignorar fríamente a quien tenemos a un lado, la indiferencia nos protege de madurar y encargarnos del pedazo de universo que nos toca. Somos una cultura del deseo, al querer peleamos con lo que otros quieren. Codiciamos a alguien y en la búsqueda de tenerlo para no estar solos (para no vernos directamente a los ojos), en la ansiedad de controlar al otro, golpeamos en los límites de la tolerancia cultural y más allá.
Estos canales son la fuente de cada división, de cada asimetría, de cada intento por borrar las diferencias. Por eso siempre repintamos los moretones básicos del débil y del fuerte, nos debemos a ellos, es el miedo el capitán de la nave y la costumbre la marea, la tormenta marítima es mi crisis, cada vez que me acuerdo de mi mortalidad relampagueante.
Podríamos solo aprender a hablar, comunicar y actuar en consecuencia. Desempolvar la consciencia colectiva. Reactivar el sentido del tacto y no combatir fuego con fuego. Pero mientras las voces y las causas, las tuyas y las mías, estén sembradas en el lodo, siempre serán corrientes no potables. Siempre se tratará de odiar a alguien. Ignorar a los demás. Seguirnos codiciando como dadores de placer, felicidad o protección, porque inventamos que tenemos huecos que llenar. Casi todos los discursos son una cobertura del vacío. Salada o dulce o combinada. Pero bah! somos mejores que esto. Si miráramos de cerca, veríamos en esa negra noche intimidante, nuestros párpados cerrados en un clóset sin fantasmas. Solo hay niños que se niegan a limpiar su propio cuarto.
se siente responsable…”
--Stanislaw Jerzy Lec
Inspirado, o mejor dicho, montado sobre el artículo de Rabih Alameddine en The New Yorker, la excelente revista del New York Times, aprovecho para hilar las ideas revoloteantes de estos días. Estoy de acuerdo con él. Todos los discursos surgidos desde la crítica que no se ve a sí misma hacen el ruido del tic-tac de una lógica rota o un vehículo en rápida fuga de la realidad jodida que arrastra el escape y saca chispas contra el pavimento gris. Palabras más palabras menos, está en el espíritu de nuestra mirada juiciosa la frase “somos mejores que esto”, somos mejores que los hechos, esto nos sucede de manos de ladrones demagogos, de estereotipos violentos, de líneas divisorias.
Igual que Rabih, inmigrante de Líbano, refugiado de la guerra civil y activista, creo en el urgente llamado a tomar responsabilidad de nuestros actos. Basta revisar la historia reciente de Estados Unidos para darse cuenta, dice, que Trump y su gabinete extremista no son aberraciones, sino productos regulares de la canasta básica de aquel país. Basta revisar la dinámica de nuestras interacciones, el contenido de nuestros discursos, el fiel de nuestra balanza, la brújula guía de cada intención expresada, para reconocer que no, no somos mejores que la discriminación, que el abuso de poder, las mentiras, la corrupción, la violencia y la terrible confianza. Estamos heridos y, como reza el viejo adagio, las personas lastimadas, lastiman (hurt people, hurt).
El llamado a darnos cuenta, copo a copo, el papel jugado en la avalancha, es el necesario despertar. No somos mejores que esto, somos esto. Tenemos lo dado, vivimos lo sembrado. La calidad de cada uno de nosotros es idéntica a nuestras acciones, a nuestras palabras, no existe el idealismo hueco del potencial perdido “México es un gran país en manos de corruptos”, “los mexicanos somos buenos, pero nos tienen oprimidos”, “él es cariñoso, pero no lo sabe expresar”, “me ama, pero no tiene madurez emocional”, “cuando se acabe el estrés, te voy a compensar”, “me importas, pero estoy muy ocupado”, “eres lo mejor de mi vida, pero yo estoy primero” ¿Qué droga en la forma de lo cotidiano nos permite vivir en un sistema de creencias tan contradictorio, tan sin sentido, tan sin consciencia?
Tenemos los que somos. No tenemos que ser así. El primer paso es un crítico salto a la gruta donde Narciso contempla su rostro, alias el siglo XXI. En algunos textos budistas se dice que hay tres venenos: la ira, la ignorancia y la codicia. Lo que esos venenos matan es la posibilidad de caminar todos juntos, en diversidad y empatía, en infinitas distinciones y una profunda comunión. Traducidos a las acciones cotidianas, tenemos tres formas de reproducir violencia, discriminación, resentimiento (el mismo demonio de nuestras heridas y el miedo a ser heridos). Podemos rechazar con ira, agredimos cuando algo es diferente o demasiado familiar. Podemos ignorar fríamente a quien tenemos a un lado, la indiferencia nos protege de madurar y encargarnos del pedazo de universo que nos toca. Somos una cultura del deseo, al querer peleamos con lo que otros quieren. Codiciamos a alguien y en la búsqueda de tenerlo para no estar solos (para no vernos directamente a los ojos), en la ansiedad de controlar al otro, golpeamos en los límites de la tolerancia cultural y más allá.
Estos canales son la fuente de cada división, de cada asimetría, de cada intento por borrar las diferencias. Por eso siempre repintamos los moretones básicos del débil y del fuerte, nos debemos a ellos, es el miedo el capitán de la nave y la costumbre la marea, la tormenta marítima es mi crisis, cada vez que me acuerdo de mi mortalidad relampagueante.
Podríamos solo aprender a hablar, comunicar y actuar en consecuencia. Desempolvar la consciencia colectiva. Reactivar el sentido del tacto y no combatir fuego con fuego. Pero mientras las voces y las causas, las tuyas y las mías, estén sembradas en el lodo, siempre serán corrientes no potables. Siempre se tratará de odiar a alguien. Ignorar a los demás. Seguirnos codiciando como dadores de placer, felicidad o protección, porque inventamos que tenemos huecos que llenar. Casi todos los discursos son una cobertura del vacío. Salada o dulce o combinada. Pero bah! somos mejores que esto. Si miráramos de cerca, veríamos en esa negra noche intimidante, nuestros párpados cerrados en un clóset sin fantasmas. Solo hay niños que se niegan a limpiar su propio cuarto.