
Apegada al silencio, como las Iglesias de todas las memorias, la de Quilá se abría despacio entre las nubes de nuestro propio desvelo. En el orden del olor a cemento domesticado y losas de cerámica fría, entramos para ocupar un lugar en la contemplación sin dueño. Un hombre sesteaba la noche de estruendos metálicos de tambora y luces, sobre una banca de madera, mientras su celular se cargaba colgado con cable blanco de la pared del interior de la iglesia. Lugar variopinto de fieles, infieles, refugiados, conscientes y perdidos, el altar era un muestrario de cada posibilidad de combinar dos o tres tipos de flores en patrones y jarrones de formas chicas y grandes. Espectáculo de tiempo. La historia de cada arreglo, de cada cuenta regresiva, de la elegancia pretendida para la fiesta de la candelaria.
A las 6 de la mañana, un día frío de 13 grados centígrados crudos de invierno en despedida, curtidos por los riachuelos de inmundicia que la calle adornaba como jolgorio restante, como la sangre de un solo estruendo que la noche anterior derramó entre sus mayores explosiones. Una de ellas, la mayor probablemente, las mañanitas a la Virgen tocadas por la banda Tierra Blanca. Tocadas por esa banda, digo, porque se podían leer sus intenciones venerables al estar todos los músicos volteadas a la entrada desde al atrio lateral, con la luna creciente en el cenit y todas las demás bandas tocando al mismo tiempo. Dodecafónica selva. Gritos formados de tubas, percusiones, clarinetes y oboes, un cantante ocasional pero inaudible.
A las 6 de la mañana, un día frío de 13 grados centígrados crudos de invierno en despedida, curtidos por los riachuelos de inmundicia que la calle adornaba como jolgorio restante, como la sangre de un solo estruendo que la noche anterior derramó entre sus mayores explosiones. Una de ellas, la mayor probablemente, las mañanitas a la Virgen tocadas por la banda Tierra Blanca. Tocadas por esa banda, digo, porque se podían leer sus intenciones venerables al estar todos los músicos volteadas a la entrada desde al atrio lateral, con la luna creciente en el cenit y todas las demás bandas tocando al mismo tiempo. Dodecafónica selva. Gritos formados de tubas, percusiones, clarinetes y oboes, un cantante ocasional pero inaudible.

Llegadas las 7 am, más personas, menos ruido. Un hombre con medalla al cuello de listón rojo y blanco, uno de otros tres que pude ver, inauguró el rosario en presencia de la Vírgen de casa y la Vírgen viajera (con sombrero distintivo). Cada persona entrante hacia una reverencia de pie, bajando la cabeza y el torso, con las manos cruzadas al nivel de la cintura o a los costados. El padre nuestro cayo como un anuncio de cambio de ánimo en el amanecer de aroma inconfundible. Gorditas de nata, tacos de carne, churros y plátanos fritos, elotes, esquites, rebanadas rojas de salchicha, quesadillas. Todos los puestos dormidos, cubiertos como casas de campaña, las lonas de un solo color o con diseños a go go, estriadas o de grabado en formas geométricas. Si la luz blanca es fundición del arcoiris, esa mañana era baile de toda la comida pasada y presente.
Después del padre nuestro un ave maría despertó a la banda sola, a cimbrar la madrugada. Entonces el monólogo devoto con ocasionales coros desbancados, de observación participante o de inmersión espiritual, se convirtió en la sinfonia de un compositor anónimo y brillante. Las campanadas de la iglesia en bajo continuo, el rezo en Do Mayor, los metales de la banda en contrapunto. Barroco en esencia, romántico en presencia y contemporáneo en suma. Este concierto involuntario de todas las maneras de festejar a la patrona de las velas, conjunta realidades dogmáticas y perspectivas alcohólicas con miradas absortas en la tradición sin fondo e intenciones académicas aún con deudas teóricas.
Nunca hubiera imaginado el baile de la adoración divina, entre un borracho con el rostro de cualquiera y la dama de la oscuridad de oro de la iglesia. En mi imaginario cazador de irreverencias, el silencio era la única respuesta positiva al rezo. Pero en esta dimensión de los excesos, encuentro que el aturdimiento es también una manera de callar. De mostrar respeto.
Después del padre nuestro un ave maría despertó a la banda sola, a cimbrar la madrugada. Entonces el monólogo devoto con ocasionales coros desbancados, de observación participante o de inmersión espiritual, se convirtió en la sinfonia de un compositor anónimo y brillante. Las campanadas de la iglesia en bajo continuo, el rezo en Do Mayor, los metales de la banda en contrapunto. Barroco en esencia, romántico en presencia y contemporáneo en suma. Este concierto involuntario de todas las maneras de festejar a la patrona de las velas, conjunta realidades dogmáticas y perspectivas alcohólicas con miradas absortas en la tradición sin fondo e intenciones académicas aún con deudas teóricas.
Nunca hubiera imaginado el baile de la adoración divina, entre un borracho con el rostro de cualquiera y la dama de la oscuridad de oro de la iglesia. En mi imaginario cazador de irreverencias, el silencio era la única respuesta positiva al rezo. Pero en esta dimensión de los excesos, encuentro que el aturdimiento es también una manera de callar. De mostrar respeto.